Lo hace Elida Cantarella desde la intimidad de su propia familia, la escritora bonaerense que nació en Berdier y está radicada en Pergamino, Argentina. Así plasmó en un relato aquello que seguramente oyó contar una y otra vez en reuniones familiares o en tardes de invierno con tejidos y costura. He aquí sus palabras…..
Los mares de su vida
Élida Noemí Cantarella
Las lágrimas lo acompañaron una vez más. Lágrimas por la cercanía del reencuentro con lo que había dejado, la familia, su Piamonte natal, que lo empujó a otros horizontes, a buscar la tierra para ver crecer la espiga de la esperanza. La esperanza que se le había negado en su patria, la esperanza enterrada por los fusiles, la esperanza vestida de miseria y poblada de olor a pólvora, la esperanza oscura cubriendo viñedos.
Antes de intentarlo sabía que no podría; llevaba en los ojos y en el alma todo el Mediterráneo. Poco le importaban las ollas medias vacías y los remiendos en los mamelucos. Él no resistiría los parches en el alma. Era el mayor de cinco hermanos y la decisión de su padre fue irrevocable. Aceptó con resignación el precio que debía pagar a cambio de arrancarle frutos a la nueva tierra. Uno menos en la mesa y si todo iba bien, aguardaban los pasajes que sumarían habitantes al triángulo más austral de la América, despoblada de sudores.
Allí estaba, otra vez, frente al mar, con el rostro salobre. El mar y las lágrimas, una constante en su vida, y entre ellas se debatía. Lágrimas por lo que no pudo, lagrimas porque de tanto remendar su alma la dejaría hecha jirones y no había medicina para aliviar ese dolor.
A la hora de hacer las maletas…
El diagnóstico médico lo alentó a desempolvar la valija de cartón y buscar alguna que otra maleta; a los mamelucos se sumaban los batones de su esposa y el tapadito rojo cruzado, con botones dorados, de Catalina, la niña de dos años. No lo acechaba la incertidumbre ante lo desconocido, enfrentaba otros miedos: el zarandeo del vapor no era el mejor arrullo para el hijo que se movía en el vientre de la mujer. Aunque había uno que lo atormentaba: ¿Su Ángela se adaptaría a otra gente, otra cultura, otra patria? La joven mujer se enfrentaría a ese océano desconocido, cambiaría las planicies por las montañas, dejaría el afecto de los amigos y los padres, que fueron a despedirla al puerto de Buenos Aires. Con diecinueve años recién cumplidos intentaría borrar de las retinas los campos ondeados de linos y acostumbrarse a los viñedos y olivares para ayudar a su esposo a salir del abismo de la depresión en que el desarraigo lo había sumido.
Con lágrimas emocionadas él, por volver a su tierra, y de tristeza ella, por lo que dejaba, caminaron con lentitud por la dársena hacía el barco que aguardaba en las aguas terrosas del Río de La Plata. Ángela nada sabía de barcos y mares, sólo conocía los arroyos viboreantes de llanura. Los ojos se le agrandaron ante la amplitud de ese río.
Génova, el adiós a Italia
El buque partió con destino al puerto de Génova. Atrás quedaban la higuera y la vid, plantadas por Pedro; procedían de la misma aldea, viajaron en el mismo amasijo de inmigrantes. Dejó savia de su tierra en la nueva patria, llevaba sangre joven al viejo continente. Lo que él no sabía era que la higuera lo esperaría con las ramas desgarbadas y sus mejores brevas.
Después de vencer las batallas a las náuseas y vómitos provocadas por los vaivenes y sacudones de oleajes y vientos, el mar se calmó junto a los ánimos del matrimonio. Días y noches entre el cielo y el mar y al fin divisaron el puerto. Poco había cambiado desde la partida de Pedro. Ángela avistó la destrucción que había dejado la guerra y sintió un nudo en la garganta, que reducía de tamaño en alguna ocasión pero que nunca se desató.
Él se reencontró con los afectos. Entre recuerdos y miserias guardó la tristeza adquirida en confines australes. Los acordes de la tarantela sepultaron el velo de la depresión en las grietas de las colinas. Las contracciones que iban en aumento no le permitían a Ángela experimentar otras sensaciones que no fueran las de aguardar la llegada del segundo hijo.
La llegada de María
Y entre abuelos y tíos recientes nació María. Pedro paladeó la felicidad de compartir con la gente de su terruño la llegada de una otra vida. Los días fueron transcurriendo y con ellos, lentamente se apagaba la alegría. El desarraigo, la añoranza y la visión de futuro lejano empezaron a corroer el corazón de Ángela y él empezó a comprender que el cuerpo frágil de la mujer muy pronto perdería vigor, él lo sabía, lo había vivido en carne propia, pero era fuerte, era hombre, ella apenas una muchacha.
Y otra vez las lágrimas y la mirada fija en ese mar que lo vio partir nuevamente. Sin regreso. Sin comuniones entre la pureza del agua y su mirada y fue allí que aceptó que no podía imprimir señales en el océano. Lucharía contra los recuerdos para abrir huellas que echaran raíces en la sangre del futuro. La de él, pertenecía al pasado y había sido barrida por los carros de la muerte. El viaje se hizo menos largo, las niñas cubrieron las horas con llantos y travesuras.
Otra vez Buenos Aires
La familia arribó al puerto de Buenos Aires cuando las sombras abanican las ramas. Y con desnudez lo recibió la higuera en la chacra. Vestido con ropa de fajina y máscara de resignación empujó día a día el arado de mancera, imprimiéndole todas sus fuerzas para que las rejas roturaran la tierra dura, seca, plagada de cardos. Pero en largas horas de desnudez se le perdía la mirada y el alma volaba a la aldea lejana.
El vientre de Ángela volvió a crecer durante nueve lunas en otros nueve almanaques. En desgastantes horas de crianza, de amamantar, de fregar pañales y de rebalsar ollas, Ángela no se daba cuenta que la nostalgia hacía estragos en el corazón de Pedro.
Y con lentitud en el andar, aquel hombre de mirada limpia y cabellos blancos, enfilaba los pasos, todas las tardes, hasta las parvas de pasto con la pipa entre los labios. En las volutas de humo se dibujaban difusas las imágenes de los recuerdos. Los montículos de pasto suplían las rocas desde donde miraba ese mar de espigas. Y cuando en el horizonte se fundía el último rayo de sol, volvía a desandar las huellas de los pasos entonando una canzoneta
EDITADO POR EDUARDO ALDISER / PONTEVEDRA 2016