Cena de Federico García Lorca y Yupanqui

 

De pronto estiró su mano, tomó la servilleta y la extendió sobre la mesa. Tomó su lapicera y, casi a escondidas, escribió algo en ella. Casi nadie observó el gesto. El restaurante seguía con su movimiento habitual, la conversación seguía muy animosa y casi todos participaban animadamente de ella. Sin embargo, el gesto del escritor había sido observado. Así comienza su relato con recuerdos de su adolescencia Roberto Chavero, el hijo de Atahualpa Yupanqui

 

 

La eternidad de las coplas – Lorca y Yupanqui
Por Roberto Chavero

Un hombre muy joven, llegado a Buenos Aires, con la necesidad de cultivarse, de internarse en ese territorio de ideas, de versos, de relatos, de corrientes de pensamiento que le ofrecía el mundo urbano, pero que no había abandonado el hábito de ser silencioso y observador, por su origen campesino. Quería ir y venir entre las expresiones tradicionales nativas de origen folklórico y las más altas expresiones de la cultura del mundo. Ésta se convirtió en su misión, decisión que sostuvo toda su vida. Comprender cómo, el ser luminoso que esa noche tenía frente a sí, tendía puentes entre las estrellas del cielo andaluz y las sendas de los gitanos, entre las lunas moras y las callejuelas de Granada. Simples y bellos sus versos, hondos y llenos de vibraciones como la luz de la luna sobre el Guadalquivir.

Y allí estaba esa mano, que llenaba de belleza el corazón de los hombres como un arroyo incontenible, que desparramaba su lluvia de estrellas fugaces sobre el mundo, con un trozo de tela en la que el poeta lanzaba a volar una nueva semilla de amor y verdad. Todo transcurrió rápido y, casi, en secreto.

El poeta se sintió observado, descubierto su gesto. Como un niño atrapado en su travesura le miró y, sin hesitar, extendió su mano hacia él, y en ella, la servilleta.
“¿Te gusta?”, le preguntó
“Por supuesto”, fue la respuesta.
“Te la regalo”, agregó el poeta.
“Muchas gracias, pero… ¿puedes firmarla?”.
En el acto agregó su nombre junto al dibujo de una flor, tal como era su costumbre.

Los personajes de este relato: Federico García Lorca y Atahualpa Yupanqui

Durante la estadía del andaluz en Argentina coincidieron en una cena: El lugar, un restaurante de la Avenida de Mayo. Los comensales, una constelación de escritores y poetas. ¿Algunos de los nombres? Nicolás Olivari, los González Tuñón, Girondo… Un grupo de hombres acostumbrados a acariciar el vientre de la creación.

La charla era amena, entusiasta. A Don Ata le tocó en suerte estar sentado frente a García Lorca, ligeramente en diagonal. En un momento dado, la conversación se había centrado en otros de los comensales y Federico lo aprovechó para meterse dentro de sí y dio a luz.

Terminó la noche de emociones y de vuelos cósmicos, y Yupanqui se fue hacia su pensión con la sensación de haber compartido algo que ningún acontecimiento podría borrar de su memoria.

Don Ata se llevó el recuerdo de Federico y lo atesoró durante años. Alguna vez, ya conviviendo con Nenette, pasó un conocido por el departamento de Chile 942 y se llevó la servilleta. Tristeza, desazón por la confianza vulnerada pero también una enseñanza: Aquel pequeño personaje se llevó el objeto, una servilleta de tela, pero no pudo robarnos la frase ni el anhelo del poeta:

“Mientras haya tabernas en el camino, los que caminan serán amigos”. Federico.

Roberto Chavero, guitarrista, cantante, autor y compositor argentino, hijo de Atahualpa Yupanqui – Cerro Colorado, Provincia de Córdoba, Argentina

EDITADO POR EDUARDO ALDISER – PONTEVEDRA 2016