Cuando se ha nacido en la pampa de Argentina, se desarrolla una sensibilidad muy especial para retener en la memoria los momentos más difíciles o extraordinarios. Ricardo Biglieri es hombre del Partido de Pergamino, en la Provincia de Buenos Aires. Junto a Adolfo `Vasco´ Zabalza, Marta Susana Siciliano y Élida Noemí Cantarella, entre otros, nos hacen llegar desde esa tierra ubérrima de Argentina, relatos o poemas que nos retrotraen a esos días en los que vivimos con ojos de asombro tantas cosas, incluidas los ataques de las langostas. Así lo cuenta don Ricardo…
Sinsabores campesinos
De Ricardo Biglieri – Pergamino – Buenos Aires – Argentina
La primavera mostraba sus últimos estertores luego de habernos bendecido con un clima ideal para el desarrollo de los sembrados. El maíz crecía vigorosamente cubriendo su follaje dotado de un verde intenso las parcelas dedicadas a su cultivo, la alfalfa otro tanto y el lino sus clásicas bolitas con sus semillas dentro en plena formación.
Sin embargo, todo ese promisorio panorama se veía amenazado por noticias que llegaban del Norte. Dicha zona de Córdoba estaba siendo azotada por una fuerte sequía y como ella era el hábitat natural de las langostas, estas empezaban a emigrar en busca de una mejor alimentación a su voraz apetito. Me estoy refiriendo a mediados de la década del siglo pasado, donde las noticias tardaban en llegar y los medios para su exterminio eran precarios y pocos efectivos.
¡La temida langosta!
La langosta que a decir de la antigüedad, era “la plaga con que castigaba Dios los pecados del los hombres”(1) es un acrídido de unos cinco centímetros de largo de extremidades sumamente aserradas, potentes alas de acuerdo a su cuerpo que le permitían trasladarse en vuelo varias horas hasta llegar un determinado lugar, asentarse y reponer energías a través de un apetito increíblemente voraz. Los colonos tomaban precauciones recibiendo de La Defensa Agrícola, entidad cuyo título lo define, chapas de barrera, clavos de hierro especiales y lanza llamas, cuya aplicación relataré más adelante.
Y cuando estábamos mateando tras la siesta…
Cierta tarde luego de la clásica siesta, observé sobre el horizonte, hacia el oeste, una tenue nube de tormenta. Habría pasado entre mate y mate una hora y el cielo se nubló en minutos. Precedida por un clásico zumbido, ¡Llegó la langosta! Millones de ellas se asentaron en las ramas de los árboles, el césped, en todo vegetal que hallaran y, lo peor, en los sembradíos.
Y allí empezaba la labor denodada de toda la familia del agricultor al ocultarse el sol porque con la caída del rocío, la humedad no les permitía levantar vuelo. Con las chapas de cinc o barreras de cuarenta a cincuenta centímetros de alto y dos metros de largo unidas entre sí por los clavos mencionados se formaba como una media luna o lateral y por medio de ruidos de latas que chicos o grandes efectuaban y los lanzallamas, se las iba “arreando” por el costado de esa barrera a montones de paja de lino seca donde se refugiaban, allí se le prendían fuego. Pero era un trabajo inhumano, que poco resultado daba ante la intensidad del ataque.
Noches de lanzallamas, palas, mucho trabajo
Cerca de las doce de la noche regresábamos, cansados y el ánimo por el suelo pensando el daño que a la mañana o tarde siguiente observaríamos. Una vez satisfechas se apareaban y copulaban, la hembra poseedora de un aguijón trasero poderoso con él horadaba el suelo y depositaba esa fecundación recubierta por una secreción que impedía el paso de la humedad.
Y nuevamente el sacrificio del labriego. Después de aporcar el maíz quedaban al descubiertos esos pequeños orificios contenedores de una futura tanda de acrídidos (2) que, de no controlarla, volvería a ser de las suyas. Había que destruir ese ”desove” a fuerza de pala o azada.
Lo que nunca se valora de las familias de agricultores, sus pérdidas y sacrificios
A todo esto parte del sembradío, el más afectado se consideraba totalmente perdido, lo mismo que las pasturas, carencia total de sombra porque por el peso que habían tenido que soportar las ramas se desgajaban y sus hojas devoradas. El olor de la putrefacción era inaguantable, hasta parecía que se hubieran impregnado en los pocos pastos que habían quedado y el ganado se resistía a alimentarse.
Ha sido una plaga que en la Argentina se ha erradicado, salvo esporádicos brotes en alguna zona de espinillos agrestes. La labor gubernamental de aquella época es digna de reconocer, los camiones “guerreros” surcaban los campos espolvoreándolos con insecticidas de reciente aparición, quizás importados de Europa, surgidos a raíz de la conflagración mundial recientemente terminada, junto a algún avión pequeño en los balbuceos de la fumigación aérea actual. Aquella “maldición” bíblica, para los jóvenes en la actualidad les parecerá irreal, pero quienes algunas canas nos quedan podemos dar fe. Al menos ¡Yo lo viví!
(1) Milagros León Vega – Universidad de Málaga
(2) Sebastian Covarrubias y Orozco – Madrid
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Aportación: Querido amigo Biglieri, algo menor que tú, bien niño, fuimos a la Esquina de Bessone, una despensa con boliche, la más cercana a nuestra casa en General Baldissera, para mirar hacia el sur el campo de los Rosso, medio familiares nuestros, con una imagen para mi edad fantasmagórica. Era un horizonte de fuego e incluso se escuchaban bocinas seguramente para arrearlas a las langostas. Fue la misma plaga que relatas. Vino del Noroeste cordobés, pasó por nuestro Sudeste, cruzó el sur santafesino y siguió por esa Provincia de Buenos Aires de Pergamino y otros pujantes partidos, fuertes en agricultura y ganadería.
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EDITADO POR EDUARDO ALDISER – PONTEVEDRA 2015