En nuestras webs realizadas en España para conectar a los argentinos que vivimos en la Provincia 25, que es el mundo fuera de nuestras fronteras, hay varias notas firmadas por Roberto Chavero, el hijo de Atahualpa Yupanqui. Siempre hay en ellas algo especial, como en este caso donde, con su hablar campechano y cordial, nos hace testigos de la visita de un personaje de la historia de Argentina en Cerro Colorado, Provincia de Córdoba, Argentina, donde vivió gran parte de su infancia y juventud junto a sus padres.
Doña Esther “Coyita, que gusto!. Los buenos, siempre se encuentran”
Cada vez que llegaba de viaje a casa de Hugo Argañaraz, en Cerro Colorado, su madre Doña Esther me saludaba diciéndome: “Coyita, que gusto!. Los buenos, siempre se encuentran”. Siempre repetía esa frase en cada visita mía. Alguna vez le había pedido que rezara por mí (era muy devota), pues habían muerto mis padres y me hallaba medio perdido en el mundo. Tal vez parezca pretencioso si me incluyo entre los buenos, pero su modo de decirlo era de una dulzura tal que me sentía en el derecho de incluirme en ese mundo. Esa frase me vuelve hoy que recuerdo una tarde de verano unos cuantos años antes.
Roberto Chavero «Era una como tantas otras tardes del Cerro Colorado»
Aquel Cerro Colorado de siestas interminables de verano, con viento norte arreando una infinita tropa de nubes. Parecen despertar los rincones serranos cuando las águilas moras davueltean sobre los cerros, soltando sus agudos gritos; las chicharras se ponen tímidas y los perros empiezan a desperezarse en los patios. Mi madre puso la pava a calentar en el braserito, acomodó el mate, la yerbera y un par de servilletas a cuadritos rojos y blancos sobre una humilde mesita entre los dos sillones de mimbre. Mi Tata, con la cara recién lavada, con su pelo negro peinado y todavía brillando, se arrimó a compartir con Mamá el ritual de todas las tardes. Así, mientras yo andaba por los alrededores, disfrutaban conversando quietamente.
Chavero «Al rato se escuchó un bramido de auto»
Muy de vez en cuando, alguien se internaba en los estrechos caminos de piedra. La señal eran los ladridos de los perros de don Samuel, vecino que vivía a la entrada del útero de greda roja en el que se encuentra nuestra casa, distante unos 8oo metros: si ladraban y el ronquido seguía, un auto venía a nuestro lugar, hacia el norte. Si se perdía el sonido iba a lo de don Pachi, hacia el oeste. Entonces, aguardábamos unos minutos en silencio hasta saber el destino del viajero. Nadie se preocupaba. Ningún vehículo llegaba hasta la casa. Solo el caballo, el sulky o el carro podían cruzar el largo arenal y el arroyo. De modo que nada alteraba su movimiento. Generalmente eran curiosos, muy pocos, que querían conocer el rincón en el que Don Ata había hecho su casa. Daban una vueltita por la otra orilla del arroyo, curioseando, y se marchaban. A veces, era yo el curioso. Me asomaba por detrás de una piedra alta a mosquetear. Si el recién llegado era conocido me paraba y saludaba con el brazo en alto. Si no, lo seguía espiando desde la piedra.
Chavero «Nuestros perros eran bravos»
Guardianes de un mundo en el que solo había espacio para los pájaros, los bichos del monte, nuestros caballos, nosotros, Don Roque, Doña Rocha, sus hijos, los árboles… Ellos resguardaban nuestra placidez. Sentirse casi uno con el agreste monte y la piedra áspera, me daba y, supongo que, a mis padres también, una sensación de plenitud, pacífica, serena. De pronto, escuchamos el motor de un auto retumbando en nuestro rincón. Hacía mucha fuerza. El chofer trataba de hacer marcha atrás y marcha adelante. Conocíamos el asunto. Se había encajado en el arenal. Me fui hasta la orilla del río para ver la situación en que había quedado el auto.
Chavero «Tres hombres miraban las ruedas clavadas en la arena»
No había nada que hacer, salvo buscar auxilio. Me arrimé y reconocí a dos de los hombres: el maestrito Cabrera, de Villa Dolores (así le decía mi padre pues era hombre pequeño de talla), quien había ejercido su tarea durante los años en los que el Tata conoció y empezó a quedarse en Cerro Colorado. El otro, era un hombre ya mayor, al que también reconocí en el acto pues había sido nuestro presidente en mis años de adolescencia: Don Arturo Humberto Illía. Les dije que los íbamos a sacar del arenal, que no se afligieran y fui a avisar a mis padres de la visita y a preparar mi viejo jeep Land Rover. Mi padre bajó hasta el río con paso rápido. Encontró la ilustre visita con las medias en una mano y sus zapatos en la otra después de cruzar el arroyo. Entonces le dijo a don Arturo…
Atahualpa Yupanqui “Es la primera vez que veo a un presidente en patas!”
Lo acompañaba, además de Cabrera, otro hombre. Era de Cruz del Eje también, como don Arturo: don Osvaldo Raschetti quien, yo no lo sabía aún, criaba vacas criollas y tenía un pequeño hato de hacienda Miura. Mientras me ocupé de sacar el auto encajado en la arena, los mayores conversaron plácidamente, mate de por medio durante un largo rato. Al caer la tarde la ilustre visita se marchó junto a sus acompañantes. A la vuelta de los años, pienso en aquella tarde y viene a mi mente el recuerdo de esa frase que decía la madre de los Argañaraz, doña Esther…
«Es verdad, los buenos, tarde o temprano, aquí o allá, siempre se encuentran»
Magia de los caminos transitados con bien. Siempre habrá encuentros de esta naturaleza esperándonos. Un árbol, una flor, un animalito del campo, un amigo que no habíamos conocido hasta entonces y que sin embargo siempre estuvo allí, cerca nuestro, tan cerca, como lo estuvimos de él. Tal vez nuestras órbitas nunca más se crucen y sin embargo sabemos que donde estemos nos une algo invisible que nos convierte en parte de la misma galaxia. Por eso, ¡Cuánta razón doña Esther!… “los buenos, siempre se encuentran”.
Roberto Chavero
PUBLICADO POR EDUARDO ALDISER EN PONTEVEDRA / 2016