Años atrás tuvimos una larga charla con Roberto Chavero, hablando de sus cosas y de Atahualpa Yupanqui. Una noche de Buenos Aires, la capital de nuestra Argentina se reunieron con mesa y mantel dos grandes del canto y la guitarra, Don Ata y Edmundo Rivero. Roberto era un niño y con lógica curiosidad vivió esas horas. Así lo recuerda.
Dos criollos de pura cepa
Por Roberto Chavero
Todos recibimos herencias. Podremos tener mayor, menor o nula conciencia de ellas, pero están en nosotros. Si algo caracteriza las herencias es que no se pueden desmentir. Tampoco se pueden inventar. Es muy notorio cuando se quieren copiar o imitar y las personas nos volvemos solo una máscara que la mirada profunda atraviesa con suma facilidad. Recuerdo a Bob Hope en una de las casi crueles ocurrencias de sus diálogos: “Cierra los ojos que puedo ver tu cráneo”. A veces solemos pedir en silencio que alguien deje de hablar de la importancia de ciertas cosas en las que dice creer y el solo tono de su voz lo desmiente.
“De chiquilín te miraba de afuera…” De este modo puedo referirme a don Edmundo. La TV me permitió escuchar y verlo en su versión inolvidable, más allá de los años transcurridos, de Cafetín de Buenos Aires. En blanco y negro, mejor dicho, en esa multitud de grises distintos, la cámara se empeñaba en mostrar sus enormes manos y su canto de criollo porteño, varonil, sin exageraciones. En ese tiempo se transmitían cosas nuestras por los canales de aire. Acompañado por sus guitarras, en tangos, en milongas y hasta en una versión lunfarda del Quijote, con maestría y carácter, entregaba su canto.
Genuino, Edmundo Rivero. Además, era muy bueno en lo que hacía
Lo conocí en su casa, una vez que Horacio Quintana, también cantor de tangos, oriundo de Teodelina, Provincia de Santa Fe, y, por esos años, representante del Tata, nos llevó a una cena. Por supuesto hubo guitarras criollas sonando, algunas canciones (no muchas) porque no se trataba de un encuentro de «exitosos o de celebridades», sino de dos criollos con historias entrelazadas en boliches porteños de tango, con el ángel de Pichuco dando vueltas, el amor por el género de uno y el respeto por el tango serio del otro. Transcurrió la noche con Rivero tocando algunas obras del repertorio de la música clásica con maestría. Un hombre apasionado y sin desbordes hablando de la música del mundo.
Yo era pequeño para comprender otros mensajes que pudo haber entre los mayores esa noche. Hombres de palabras justas, de estilo criollo en sus modos que imponen respeto y distancia desde la simple cortesía del saludo. Volví a ver, a escuchar y a admirar a Rivero por aquella TV de pantalla con tantos grises distintos. Sus manos enormes, una marca consagrada para los directores de cámara, sus graves profundos y firmes al terminar alguna interpretación quedaron en mi memoria.
Estos mayores pertenecían a una estirpe marcada por el amor a lo genuino, por su herencia cultural a la que honraban. No les interesaba encuadrarse en un rótulo determinado. Su herencia les daba el peso, el fundamento para plantarse en la vida y en el canto popular. Sin alardes de masculinidad ni desbordes de divismo. Dos criollos, uno del campo, el otro de la ciudad, conscientes de quienes eran y qué representaban. Le escuché decir alguna vez a mi Tata hablando de gauchos, en la pampa de su niñez, que se referían a sí mismos de esta manera: “Estábamos entre puros nosotros” Esta frase me parece una exacta síntesis de la noche que refiero.
Roberto Chavero, folklorista, autor y compositor argentino, continuador de la obra de su padre, Atahualpa Yupanqui – Cerro Colorado, Córdoba, Argentina
EDITADO POR EDUARDO ALDISER
PONTEVEDRA 2015