Perdices y un incendio por Ricardo Biglieri – Pergamino

Nuestro amigo de Pergamino, Ricardo Biglieri se ha criado en una chacra de ese partido de la Provincia de Buenos Aires, Argentina. Aunque luego vivió en la ciudad, esos primeros años suyos rodeado por los momentos pasados en potreros, melgas y cosechas, lo ha marcado y constituye su universo literario

 

Cazar con lazo las liebres

La primavera de ese año se había caracterizado por una sequía prolongada y calores fuera de época. El sol a pleno se hundía en las grietas de la tierra, que cual garganta reseca clamaban por la lluvia que se hacía desear más de la cuenta. La cosecha había sido magra por tales motivos, pero había que recolectarla para por lo menos con el escaso producido afrontar las próximas tareas que lógicamente ocasionarían gastos. El panorama era general, la situación económica no era halagüeña en toda la zona. Pero se afrontaba ella cada uno a su manera con esperanza en el futuro.

¿Comer? Nunca faltó. Por lo general algún animal de corral, la huerta variada que en cada casa existía, los frutales que abundaban por doquier, las clásicas hortalizas, alguna liebre merced a los galgos que rivalizaban por su velocidad. Y para variar el menú, había que cazar perdices o martinetas con el clásico lazo de cerda. Ya sé que muchos no sabrán o recordarán esa técnica que utilizábamos cuando jóvenes.


¡Cuan rudimentaria pero entretenida que era!

En los potreros por entonces bien empastados, generalmente existían pequeñas sendas de no más de cuarenta a cincuenta centímetros de ancho, originadas por el paso del ganado hacia el bebedero generalmente al lado del molino. Al hacerlo diariamente sus pezuñas iban delineando la traza de ellas.

La abundancia de esas aves para cazar era notoria. Grandes extensiones de terrenos casi naturales, la mano del hombre empuñando un arma escasamente había penetrado, encontraban allí el hábitat especial para la prolongación de la especie. Todavía oigo el silbido de las copetonas en las mañanas de heladas o el corto vuelo de la perdiz. A veinte centímetros del suelo cruzábamos esa senda con un alambre sostenida en sus extremos por dos estacas. De ella, bien sujeto pendía un pequeño lazo hecho con las cerdas largas de la cola de los equinos. Generalmente ocho bastaban y se fabricaba un pequeño lazo trenzado oval de diez centímetros de altura. A cada lado del mismo se colocaban ordenados cada cinco centímetros granos de cereal, generalmente maíz.


Esperábamos a perdices, martinetas…

El animal venía despreocupado comiendo y a veces, no muchas, introducía su pescuezo en el lazo y cuanto más fuerza hacía, más se ceñía, porque la cerda tenía la particularidad que luego de ceñirse no se aflojaba más y se producía la muerte por asfixia. Ese día el menú era distinto. Un poco difícil de explicar la técnica pero espero se haya entendido.


Años de malas cosechas y más sinsabores

El panorama no era muy halagador, solo se venía una vez al año a la ciudad a pagar la patente del vehículo y el Inmobiliario del campo. Mientras tanto ¡La cosecha había que levantarla! Y este caso que narraré le ocurrió a un vecino y estuvo a punto de afectar nuestro lote. Hacía poco tiempo que habían aparecido las cosechadoras de arrastre, tiradas por un tractor. Un día caluroso al máximo, carente de humedad ambiente, en un lote de cebada, cereal quizás mas inflamable que el trigo, marchaba un tractor Deering con rodado a uñas. No habían aparecido aún los neumáticos para uso rural. Sus motores eran alimentados a agrícol, un combustible más inflamable que el querosén y algo menor que la nafta. El rudimentario sistema eléctrico o fallas de combustión motivaron una serie de falsas explosiones y expulsiones de chispas al aire. De allí a que si iniciara un pequeño fuego bastaron segundos. EL viento prestó su ayuda y aquello que se pensó sería apagado con bolsas empapadas tomó cuerpo en poco tiempo y su avance era notorio.


En verano y con un potrero incendiado, vaya momento!

El dueño de la maquinaria se alejó a todo escape, tratando de salvar su capital y allí apareció la solidaridad humana. Surgieron vecinos con palas, barriles de agua y un viejo tractor Fordson con su arado de tres rejas trazó un cortafuego a riesgo de perder su maquinaria y recién allí se pudo controlarlo. Veinte hectáreas quedaron tierra rasa, su color aumentaba la tristeza, solo se veían esparcidos el contenido de las bolsas que resultaron quemadas. Las lágrimas del productor marcaban surcos en su rostro cubierto con cenizas, y en esos momentos cruciales es donde aflora la solidaridad humana.


Esos chacareros de la Pampa Argentina

Un ejército de colaboradores volvió a embolsar el contenido, a reparar los alambrados, decenas de varillas de madera aparecieron sin cargo de devolución y no faltó aquel que se hizo cargo de la libreta de manutención general que había que pagarla esos días y el almacenero corrió con sus gastos hasta que organizara sus finanzas. Los gestos de aquella gente, la espontaneidad de su ayuda, a pesar de ser un niño, marcaron una impronta en mi vida que trato de conservar, más aún ahora con el almanaque con muchas hojas perdidas.

Ricardo Biglieri, de los pagos de Pergamino

EDITADO POR EDUARDO ALDISER – PONTEVEDRA 2024