En Setiembre 2010 lo tuvimos a Juan María Solare en portada y nota destacada en la revista Raíz Argentina, que Copernal Editorial editaba en Madrid, con distribución nacional. Así nos contestó desde Bremen, Alemania, donde vive, a nuestro cuestionario
¿Y yo quién soy?
Juan María Solare
Esta pregunta tendría que planteársela uno a diario, pero la vorágine cotidiana no da treguas. Es, en todo caso, más sana que la pregunta simétrica: «¿y éste quién es?» Como me dirijo ahora a ustedes y no a un equipo de psicoanalistas, comenzaré respondiendo al menos qué hice y hago – que no es lo mismo que decir quién soy. A eso llegaremos. Por el camino conversaremos de qué pienso acerca de lo que hago, lo cual es mucho más relevante que una lista de diplomas, actuaciones, composiciones, seminarios, premios… eso es la circunstancia, la anécdota.
En otras palabras, que me desperté existencialista.
Suelo comenzar muchas de mis cartas presentándome así: «Soy un compositor y pianista argentino…» (a veces agrego: «de raíces italianas», si creo que puede caer bien) «… vivo en Alemania desde 1993, con centro de operaciones en Bremen». Antes decía «con centro de operaciones en Colonia», pero tras pendular laboralmente entre ambas ciudades me terminé mudando. Y sigo diciendo: «… en Bremen, en cuya Universidad enseño tango al frente de la Orquesta No Típica y dirijo el Ensemble Kagel de Nuevo Teatro Musical, y en cuya Hochschule für Künste (Escuela Superior de las Artes) doy clases de Composición y Arreglos para la Práctica Escolar»
Con esto, espero, se han hecho también ustedes una somera idea acerca de qué hago. Por supuesto muy somera, porque 44 años de arrastrarse por este mundo no pueden reducirse en un par de sintagmas, excepto en un epitafio.
También lo mío es escribir
Lo que no dije es que me gusta escribir (lo cual tiende a ser obvio, porque si no no me estarían leyendo), que me gusta escribir con precisión (herencia de mi madre Beatriz Entenza, filóloga), y que con la misma precisión me gusta realizar mis otras facetas: componer y tocar el piano. ¿Que si soy perfeccionista? Acaso sí, pero … en música, al menos, la precisión no es hacer las cosas al pie de la letra, sino expresar y comunicar. Ahí vive la perfección: no en el respeto ciego al texto de una partitura sino en su compresión. Comprenderla implica respetarla aún más. Tocar todas las notas, pero sin expresar nada, tampoco es perfección.
Ahora desarrollemos cada una de estas polaridades en sucesivos capítulos: composición y piano, música experimental y tango.
La composición
En mi currículum declaro que compuse unas 300 obras (2010). «¡Cuánto, qué barbaridad!», exclamarán muchos. La verdad es que dejé de contarlas, porque me da vergüenza tener tantas obras en catálogo. Hasta creo que puede ser contraproducente: muchos podrían pensar, justificadamente, «Y si compusiste 500 obras, ¿por qué no sos famoso?» Y habría que ponerse a malabarear con argumentos de tipo sociocultural para no quedar en ridículo.
La verdad es que no puedo parar. Es una especie de vicio enfermizo. Sería más sensato dejar de escribir equis obra para promover las demás, o para ganar algo de dinero. Pero los vicios no saben de sensatez. Mucho menos cuando se está muy contento con el vicio.
¿Y qué compongo? Una vez descubrí una cosa elemental, tan elemental que estuvo oculta a mis ojos durante un par de décadas. Compongo aquello que quiero escuchar y no existe. Dicho así, parece una banalidad – no lo es. Llegar a saber qué es lo que realmente uno quiere -y no lo que un superior ordena, el medio sugiere, los críticos favorecen o el sistema de premios y castigos (el Mercado) prefiere- es un logro trascendental.
Aunque el problema es que quiero escuchar muchas cosas distintas. Por eso es difícil quedarme quieto en un único estilo (cuando era niño, me recuerda mi primo «Pitu» Entenza, bandoneonista, yo era disrrítmico e hiperactivo). Me siento muy cómodo en el tango, pero también haciendo música vocal o instrumental abstracta, de vanguardia (¿les suenan los nombres Karlheinz Stockhausen o John Cage?), música electroacústica, partituras gráficas, piezas para coro u obras de Nuevo Teatro Musical. Escribí también un par de obras para orquesta y una ópera de cámara (si en mi catálogo hay más obras de cámara que orquestales es porque me resulta más fácil gestionar su estreno).
Tengo entonces una pluralidad de estilos. Me siento tan cómodo componiendo un tango como una obra abstracta de vanguardia. Esta dualidad me atormentó durante mucho tiempo, hasta que descubrí que el estilo no se decide, sino que se descubre y se acepta. Uno cree que decide «ahora voy a escribir un tango o una obra electroacústica», pero hay cientos de condicionamientos, y la voluntad es sólo uno de ellos. Y no está mal que así sea – el arte no es sin los otros.
Las técnicas compositivas concretas, los métodos que se usan para expresar, son hasta cierto punto reemplazables. Prefiero no profesar ninguna estética. Muchos artistas defienden una estética como quien profesa una religión; o peor, como quien esgrime un arma, porque utilizan su ideología estética para enfrentarse a los demás. Esto, además de ser moralmente reprochable, es una amputación expresiva: me consta que hay artistas que han sacrificado obras para defender sus principios. Es decir, han omitido componer equis obra porque decidieron que no pertenecía a su estilo. Considero que es cada obra la que pide, reclama a gritos, el estilo en que quiere ser escrita.
Hay un detalle adicional (en realidad, la pregunta fundamental del arte): ¿cuándo una obra tiene fuerza, garra, polenta? Bien, creo que no tiene absolutamente nada que ver con el estilo en que está escrita (si es tango o vanguardia). Una obra tendrá vitalidad cuando está arraigada en acontecimientos biográficos o en convicciones de su autor. Esto es muy fácil de decir y muy difícil de lograr: en el mar de informaciones, influencias, compromisos y manipulaciones del medio, «¿y yo quién soy?»
Quien tenga curiosidad por escuchar mis músicas (en plural), que se de una vuelta por www.myspace.com/juanmariasolare o busque por youtube.
El piano
Una vez, tras tocar un recital en el Anfiteatro Promúsica de Buenos Aires (yo tendría unos 20 años), se me acercó un hombre maduro, visiblemente emocionado, y me dijo que mi música le había devuelto las ganas de seguir viviendo. Me tomó por sorpresa, primero porque ese día yo no había tocado brillantemente bien, pero particularmente porque no es fácil emocionar tan intensamente a un hombre curtido por la vida. Entonces descubrí mi misión como artista, o mejor dicho como ser humano: transmitir energía, vitalidad. Me gustaría no hacer otra cosa, en todas sus formas: transmitir vitalidad y conocimientos. La fuente de la vitalidad universal está presente de algún modo en mí y en cada objeto; si no, el mundo desaparecería en un instante. Aquella fuente de vitalidad también está en mi interlocutor: el público. Mi función es, entonces, lograr que tal interlocutor tome conciencia de esa presencia, de esa vitalidad o de esa energía presente en él.
El Centauro
Con el modelo de centauro (esa figura mitológica con cuerpo de caballo y torso de hombre) aludo a quienes aúnan en una persona las facetas de compositor y de pianista. Hay ilustres ejemplos históricos en todas las músicas, como Franz Liszt, Bill Evans u Horacio Salgán. Lo importante es que no se trata de una mera suma, sino de una mutación genética: el hecho que un compositor toque el piano (y lo haga bien) retroalimenta con sonido su sistema compositivo, su maquinaria productiva. Y quien no oye lo que ha compuesto, quien no escucha su propia música, se asemeja a esos chicos que nacen sordos y, aunque no tienen problemas en su aparato fonador, sólo aprenden a hablar bien con tremendas dificultades porque no pueden oir su propia voz.
Complementariamente, el pianista que sabe componer (y además lo hace aceptablemente bien) suele tener una comprensión holística de las obras que toca, tanto porque ha vivido por dentro las vacilaciones del compositor y valora entonces mucho más sus decisiones, como porque ha pulido sus herramientas de análisis técnico y sensibilizado su capacidad de saber todo lo que se puede lograr con un mínimo de material inicial.
Pero hay en este centauro además un diálogo. La parte pianística del centauro le pregunta a la parte compositiva: «¿cómo quiere usted que yo toque este pasaje?» Y la parte compositora del centauro está así obligada a aumentar la precisión de sus indicaciones (en la partitura, por ejemplo) para que el mensaje resulte claro, para que sus intenciones se transmitan sin demasiado ruido de fondo.
Esto es así porque una composición no se hace con ideas, sino con sonidos. El compositor que no tiene contacto constante con el sonido, con la producción de sonido, se arriesga a escribir cosas demasiado teóricas.
Este centauro es una unidad inescindible. Renunciar a una u otra faceta resultaría en la muerte del total. Es como si me preguntaran si prefiero que me amputen la mitad superior o la mitad inferior del cuerpo. El resultado será el mismo.
Y me queda contar mi relación con el Tango. Será para un próximo encuentro
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