Elida N. Cantarella en Argentina Mundo / España - Meigas gallegas en su relato

Cursaba mi último año de periodismo en Argentina cuando decidí cubrir una pasantía en la revista “Hechicericón”; un trabajo considerado de alto riesgo psíquico. Lo acepté por el puntaje que sumaba a mi currículo, amén de un buen pago. Firmé el contrato donde figuraba una cláusula especial: debía cubrir una asamblea de hechiceros en el legendario Castillo de Vimianzo, también conocido como Torres de Martelo.
Príncipe de meigas
El sólo hecho de viajar a Galicia, tierra de meigas, me provocaba sensaciones inexplicables. Sabía de antemano que se trata de un lugar encantado donde comulgan el mar, el bosque y la belleza de su ciudad. Para llegar a destino debía recorrer la Costa de la Muerte, denominación acertada por tratarse de un terreno escarpado y lleno de rocas donde se produjeron muchos naufragios.
La finalidad de mi viaje se asociaba con lo esotérico. Alguien me tranquilizó explicándome que las meigas vienen de la tradición Celta y en latín significa “persona de poderes extraordinarios o mágicos que pueden pactar con el diablo”, están muy arraigada a lo popular y se diferencian de las brujas, en que estas últimas siempre actúan con maldad. Las meigas son conocidas como curanderas o videntes. Generalmente vuelan montadas sobre una estaca que se usa en los laterales de carros o carretas. Como defensa a sus hechizos existen amuletos como herraduras y espolones de caballo, murciélagos o colas de lobo.
Pero lo mío era algo más que inquietante, se trataba de un aquelarre, y para ello tomé ciertas medidas como aprovisionarme de elementos que contrarrestaran cualquier embrujo. Puse en mi cuello un collar de ramas de muérdago intercalado con dientes de ajo. En mis bolsillos y cartera guardé trozos de piedras de azabache, de ámbar y de algunas otras que actuara como antídoto frente a un encantamiento, hasta me trajeron una bolsita con tierra bendita del cementerio y un recipiente conteniendo orina de caballo pero no me atreví a llevarlos.
El viaje transcurrió sin mayores obstáculos ni fascinaciones hasta Santiago de Compostela, luego, continuando por la carretera de la costa, se llega al Cabo de Finisterre, conocido por las leyendas como cabo de fin del mundo. Durante todo el recorrido se conjuga el paisaje, ofrecido por el atractivo de sus playas, acantilados, hórreos y cruceiros con el misterio de sus poblaciones y miradores donde su gente transmite antiguas leyendas celtas. En las inmediaciones al cabo de Finisterre se pueden encontrar una serie de piedras de las que se dice que están cargadas de significado religioso, las piedras santas, las piedras manchadas de vino, la tumba de Orcabella excavada en una roca.
Mi destino era la fortificación de los Moscoso, deseaba llegar con tiempo para recorrer los distintos pasadizos, salas y torres, en búsqueda de algún botín escondido, producto de la incautación en los naufragios acaecidos en las cercanías de las costas; o, porque no, encontrar la jaula de oro donde estuvo encerrado, en prisión, el Arzobispo de Compostela Alonso de Fonseca II; según narra la leyenda.
Pronto dejé atrás mis sueños de hallar algún tesoro; llegué al castillo justo cuando abría sus puertas a la convención. El portal, donde se exhibía el escudo de la familia ostentando una cabeza de lobo, sólo era traspasado por quienes mostraban una credencial. Entre mis papeles no figuraba alguno que me acreditara como miembro activo de ese aquelarre. Para poder ingresar, debí firmar un pacto en el cual me comprometía a cumplir una serie de pruebas. Lo firmé, considerando que se trataría de alguna evaluación acorde a mi carrera.
Se me pusieron los pelos de punta cuando un chistar de lechuzas dio por comenzada la reunión y recordé aquella anécdota: “`¡Pajarraco agorero, si los hay, es la lechuza! Mañana hay cliente seguro´ –comentó el dueño de la casa funeraria y a la madrugada siguiente se murió él”.
Un aleteo de murciélagos, que pendían sobre nuestras cabezas como velos de viuda, chocó contra los ventanales rompiendo los vidrios. Después que se aquietaron comenzó el cónclave de donde surgiría el próximo “Príncipe de meigas de Galicia”. El castillo quedó a oscuras y me encontré inmersa en un exorcismo que un sacerdote practicaba sobre una joven poseída por el demonio. El cuerpo se elevaba por el aire despidiendo espesos vahos. De sus ojos saltaron dos embriones de lagartijas y la nariz exhalaba nubes de larvas, mientras el abdomen se retorcía. Su boca escupía un gusano escamoso que nunca terminaba de salir. El aullar de los lobos puso fin a la expulsión del grotesco reptil.
La mujer adquirió aspecto de vampiro y atacó al exorcista; dos colmillos puntiagudos se clavaron en la yugular bebiendo la sangre de su víctima. El olor del líquido rojo despertó el apetito de los concurrentes quienes degustaron emparedados de fibras de ratas. El plato principal consistió en hiena fileteada con salsa de víboras.
La sala se iluminó de pronto con la claridad de la luna llena que asomaba por las claraboyas, y otra vez se escucharon los aullidos. Un enorme gato cayó desde el techo sobre el postulante número siete, arañándole la cara y haciendo que sus ojos rodaran por el suelo. El hombre, ciego y desgarrado de dolor, le clavó un cuchillo y arrancó con sus manos el corazón del felino. En ese momento, los cuerpos mutilados se fusionaron convirtiéndose en lobisón. Alcé la mirada y comprobé que la luna había desaparecido junto con los aullidos lobunos.
Pensé que la sesión había culminado, pero no fue así. Un pórtico se abrió tras el chasquido de espuelas y nuevamente se impregnó todo con olor a sangre. Hizo su ingreso un jinete con una cabeza en la mano; se dirigió hacia el brocal del pozo y con una soga extrajo del interior una vasija. Volcó el contenido en la cavidad de la cabeza que sostenía y transfirió el brebaje que bullía en copas individuales, convidando a los presentes.
La vasija contenía las cenizas de “Pranquespeyn”. La amalgama de esas partículas con los líquidos cefalorraquídeos y la sangre produciría un nuevo engendro que por un año ostentaría el título de: “Príncipe de meigas”. Cuando el espeluznante personaje estuvo conformado, el castillo y todos se rindieron a sus pies.
La sala fue despejándose y al trasponer el pasadizo hacia la salida, una voz profunda y carrasposa me detuvo: “Antes de retirarse debe cumplir con el pacto firmado” –me sentenció. Debía afrontar “la prueba” si quería retirarme del lugar.
La demoníaca figura que me hablaba, envuelta en una capa negra, desenfundó una pértiga y me empujó al foso que circundaba el castillo. El líquido, espeso y pestilente me succionaba hacia el fondo. Debí nadar hacia uno y otro lado, peleando con batracios que abrían enormes mandíbulas para devorarme. Cada vez que intentaba asirme a la orilla, la horrible criatura me volvía a sumergir, obligándome a tragar el repugnante flujo. Al fin logré evadirme y salir de allí, agotada, con la desesperación propia de huir de ese calvario.
Estaba sola… pero… alguien se acercó y con tono académico me dijo: “¡Felicitaciones! Al superar la prueba se ha recibido de Bruja”.
Elida N. Cantarella, Pergamino, Provincia de Buenos Aires, Argentina
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